jueves, 19 de mayo de 2011

El cristianismo y el sexo.

 La peor actitud de la religión cristiana, sin embargo, es la que tiene con respecto al sexo; es una actitud tan morbosa y antinatural que sólo se la puede comprender cuando se la relaciona con  la enfermedad  del  mundo  civilizado en el momento en que decaía el Imperio Romano. A veces oímos hablar de que el cristianismo ha  mejorado  la condición de  las  mujeres. Ésta es una de las mayores perversiones de la historia que es posible realizar. Las mujeres no pueden disfrutar una posición tolerable en la sociedad donde se considera de la mayor  importancia que no  infrinjan  un código moral  muy  rígido. Los monjes han  mirado siempre a  la mujer como la tentadora; la han considerado como  la inspiradora de deseos impuros. La enseñanza de  la Iglesia ha sido, y sigue siendo, que la virginidad es lo mejor, pero que,  para  los que hallan esto imposible, está permitido el matrimonio: «Pues más vale casarse que abrasarse», como dice San Pablo brutalmente. Haciendo indisoluble el matrimonio y eliminando todo el conocimiento del ars amandi, la Iglesia hizo cuanto pudo para lograr que la única forma de sexualismo permitido supusiera poco placer y mucho dolor. La oposición al control de la natalidad obedece, en realidad, al mismo motivo: si una mujer tiene un hijo por año hasta que muere agotada, no va a tener gran placer en su matrimonio; por lo tanto hay que combatir el control de la natalidad. El concepto del pecado unido a la ética cristiana causa un enorme daño, ya que da a la gente una salida a su sadismo que considera legítima e incluso noble. Tómese,  por ejemplo la cuestión de la prevención de la sífilis. Sabido es que, si se toman precauciones por adelantado, el peligro de contraer la enfermedad es muy pequeño. Sin embargo, los cristianos se oponen a la difusión del conocimiento de este hecho, ya que mantienen que los pecadores deben ser castigados. Mantienen esto hasta tal punto que están dispuestos a que el castigo se extienda a las esposas y los hijos de los pecadores. En la actualidad, hay en el mundo muchos miles de niños que padecen sífilis congénita y que no deberían haber nacido, de no haber sido por el deseo de los cristianos de ver castigados a los pecadores. No puedo entender cómo las doctrinas conducentes a esta diabólica crueldad se pueden considerar como beneficiosas para la moral. No sólo con respecto al proceder sexual, sino también con respecto al conocimiento de los temas sexuales, la actitud de los cristianos es peligrosa para el bien humano. Toda persona que se ha molestado en estudiar la cuestión sin prejuicios sabe que la ignorancia artificial acerca de los temas sexuales que los cristianos ortodoxos tratan de inculcar a los jóvenes es extremadamente peligrosa para la salud física y mental, y causa en los que se informen mediante conversaciones «indecentes», como hacen la mayoría de los niños, la actitudes que el sexo es en si indecente y ridículo. No creo que haya quien pueda defender que el conocimiento es indeseable en forma alguna. Yo no pondría barreras a la adquisición de información en materia sexual, hay argumentos de mucho más peso en su favor que en el caso de la mayoría de los demás conocimientos. Una persona probablemente actúa con menos prudencia cuando es ignorante que cuando está instruida, y es absurdo dar a los jóvenes una sensación de pecado porque tengan una curiosidad natural acerca de un asunto importante. A todos los muchachos les interesan los trenes. Supongamos que se les dice que el interés por los trenes es malo; supongamos que se les venden los ojos siempre que están en un tren o en una estación de ferrocarril; supongamos que nunca se permita que le palabra «tren» se mencione en presencia suya, y se mantenga un misterio impenetrable en cuanto  a los medios por los cuales se les transporta de un lugar a otro. El resultado no sería hacer que cesase el interés por los trenes; por el contrario, los muchachos se interesarían más por ellos, pero tendrían una morbosa sensación de pecado, porque este interés se les ha presentado como indecente. Todo muchacho con inteligencia activa, puede, por este medio, convertirse en un neurasténico. Esto es precisamente lo que se hace en materia de sexo; pero, como el sexo es más interesante que los trenes, los resultados son aún peores. Casi todo adulto de una comunidad cristiana tiene una enfermedad nerviosa como resultado del tabú en el conocimiento del sexo cuando era muchacho. Y este sentimiento de pecado, implantado artificialmente, es una de las causas de la crueldad, timidez y estupidez en las etapas posteriores de la vida. No hay motivo racional de ninguna clase para impedir que un niño se entere de un asunto que le interesa, ya sea sexual o de otra clase. Y no tendremos jamás una población sana hasta que este hecho haya sido reconocido en la primera educación, cosa imposible mientras las Iglesias dominen la política educacional. Dejando de lado estas objeciones relativamente detalladas es evidente que las doctrinas fundamentales del cristianismo exigen una gran cantidad de perversión ética antes de ser aceptadas. El mundo, según se nos dice, fue creado por un Dios que es a la vez bueno y omnipotente. Antes de crear el mundo, previo todo el dolor y la miseria que iba a contener; por  lo tanto, es responsable de ellos. Es inútil argüir que el dolor del mundo se debe al pecado. En primer lugar eso no es cierto; el pecado no produce el desbordamiento de los ríos ni las erupciones de los volcanes. Pero aunque esto fuera verdad, no serviría de nada. Si yo fuera a engendrar un hijo sabiendo que iba a ser un maniático homicida, sería responsable de sus crímenes. Si Dios sabía de antemano los crímenes que el hombre iba a cometer, era clara-mente responsable de todas las consecuencias de esos pecados cuando decidió crear al hombre. El argumento cristiano usual es que el sufrimiento del mundo es una purificación del pecado, y, por lo tanto, una cosa buena. Este argumento es, claro está, sólo una racionalización del sadismo; pero en todo caso es un argumento pobre. Yo invitaría a cualquier cristiano a que se acompañase a la sala de niños de un hospital, a que presenciase los sufrimientos que padecen allí, y luego a insistir en la afirmación de que esos niños están tan moralmente abandonados que merecen lo que sufren. Con el fin de afirmar esto, un hombre tiene que destruir en él todo sentimiento de piedad y compasión. Tiene, en resumen, que hacerse tan cruel como el Dios en quien cree. Ningún hombre que cree que los sufrimientos de este mundo son por nuestro bien, puede mantener intactos sus valores éticos, ya que siempre está tratando de hallar excusas para el dolor y la miseria.

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